jueves, 3 de abril de 2014

Cocinando

Cuando uno viaja, siempre se lleva en su maleta algo de su cultura. Yo, como buen viajero, me llevé a Rusia mi cultura española. En mi residencia, organizamos una fiesta internacional, para la que cada uno tenía que llevar un plato de su país. Mi compañera española y yo preparamos una comida muy típica de nuestro país: la paella. Todos mis amigos saben que soy muy buen cocinero, aunque la paella no sea mi mejor éxito culinario. Lo lógico hubiera sido preparar mi famosa empanada de jamón, queso y dátiles, pero aquí en Rostov me faltaba un ingrediente primordial: ¡La cocinera! Sí, he de confesaros ahora que os he mentido durante años, la famosa empanada que preparo siempre es de mi madre. Ya sé que todos lo sabíais pero ahora me siento mucho mejor. Total, decidimos preparar una paella. Picaron las verduritas mientras yo me remangaba la camisa, mi compañera empezó a freír las cebollas mientras yo me quitaba las pulseritas. Le echó los mariscos y la carne mientras me lavaba las manos. Cuando por fin estuve listo para ayudarla, ya le estaba echando el arroz. ¡Ay! y yo que quería tanto ayudarla. Pero no pasa nada: fue un trabajo de equipo.

jueves, 27 de marzo de 2014

Los primeros contactos

Al llegar a un sitio nuevo cada experiencia nueva es como un primer contacto: con mi compañero, con la nieve, con la comida, etcétera. Al despertarme aquella primera mañana en Rostov noté cómo mi cuerpo deseaba salir y explorar ese nuevo mundo. Me levanté, cogí mi maleta y exploré sus adentros con el objetivo de encontrar las vestiduras adecuadas a la aventura que me esperaba. Me acorde que Indiana Johns, explorador modelo, llevaba un sombrero y una chupa de cuero y me di cuenta que mi maleta no contenía ni sombrero de cowboy —porque no es mi estilo— ni chupa de cuero. ¡Vaya! Ya puedo empezar una lista con las cosas que voy a echar en falta: número 1, mi chupa de cuero. Ya que no encontraba la ropa adecuada para mi primera aventura, opté por un abrigo oscuro forrado de pelitos con capucha y un par de guantes: estaba listo para mi primer contacto con el frío y la nieve. Dicen que las primeras veces siempre duele, ¡es cierto! Al pasar el umbral de la residencia noté cómo el viento frío se introducía en mi abrigo y como se me congelaban los mofletes. Pero me daba igual, como un buen aventurero bajé los 4 escalones de la residencia y puse el pie en una nieve que crujía como cuando masticas un merengue francés. ¡Qué sensación! Di unos pasos más. Era frío y húmedo pero nada desagradable. Me acordé que en muchas películas la gente se tumba boca arriba en la nieve, mueve los brazos para dejar la huella de un ángel. Pero no soy tan loco ni atrevido y seguí mi camino.
Al lado del camino que intentaba seguir, descubrí un banco cubierto de nieve fresca: la ocasión era perfecta para un primer contacto con la una nieve azúcar glas. Ajusté bien mis guantes e introduje las manos en el montón blanco. Era frío y parecía desaparecer entre mis dedos. Empecé a amontonar más nieve, aplastándola, presionando la bola con mis manos. Rápidamente me di cuenta que mis guantes (de lana, detalle que tiene su importancia) estaban empapados de agua helada, pero esta se imantaba en el guante. Esos contratiempos no iban a impedirme disfrutar de este momento mágico, así que seguí juntando más nieve hasta obtener una “bola” de tamaño razonable (de bola sólo tiene el nombre, porque la forma no era precisamente la que esperaba). Estaba tan excitado que no me di cuenta que me sonaba la tripa: mi desayuno me esperaba. Además, la mitad de mi cuerpo estaba ya al 45% de congelación. Intenté soltar la bola de nieve pero la lana de mis guantes no soltaba la nieve, que se quedaba como pegada; cada vez que intentaba quitar la nieve de mis manos, más se quedaba pegada. En fin, tiré la toalla, me quité los guantes y me fui a desayunar.

jueves, 13 de febrero de 2014

Al fin, Rostóv.

En un limpiar de legañas, llegué definitivamente a Rostóv, y pensé que las colas para comprar las entradas del Falla llegaban hasta aquí, pero no, era la aduana. Un funcionario, con malas palabras (o no sé, porque no entendía, aunque con un claro acento del norte) me preguntaría, digo yo, que qué iba a hacer allí y yo le contesté “Ia jachú rabotat b rostove” (o algo así como “quiero trabajar en Rostóv”), pero su risa me hizo sospechar que no fue esa la pregunta. Una señora rusa de detrás me señaló el calzoncillo que colgaba y casi se caía de mi mochila, que era posiblemente de lo que me advertía el aduanero. Salí de aquello y allí esperaban dos muchachitas que en perfecto español me dijeron “tú venir con yo”. Pensaba que el primer choque sería lingüístico, y así fue, y que el segundo sería el frío, y no me equivoqué: cinco minutos después, mi moflete derecho no se movía, y ahí comprendí que mis encantos gestuales tampoco servirían. Subí a una limusina de 25 años, con el suelo enmoquetado con papel de periódicos, los asientos empapados por la humedad de culos anteriores y la sensación de que aquí comenzaba mi aventura. El coche paró y ante mí una hilera de bloques soviéticos incrustados en un congelador de tres estrellas, luces tenues y un blanco apagado. Al pisar esa enorme alfombra blanca que me recibía, resbalé hacia atrás, que casi me desnuco con el bordillo de la acera, y en ese momento de impotencia, al intentar volver a mi posición inicial, recordé por un momento la historia que me contó un amigo sobre un colega suyo que, al igual que yo, dio con su espalda en el hielo y, a causa de su peso, nunca recuperó su condición de homo erectus, sino que más bien parecía blatta supina (o cucaracha panza arriba, para los que no tienen la suerte de tener estudios como yo). Tras segundos eternos, y pensar un poco en frío la situación, conseguí agarrarme al cinturón de seguridad del coche, que aún sobresalía de la puerta, y me erguí gracias a mi fuerza natural y educada, consiguiendo mi primera victoria contra Rusia.

Llegada a Estambul

Recuperado del trance, ya en el aeropuerto de Estambul, me sentí tan vacío por todo lo que dejé atrás (los amigos, la perra, el cepillo de dientes...), que solo pensé en recuperar lo perdido, así que llené este vacío con algunos bombones. Divisé un escaparate y en mi intento de entrar no había puertas, así que para acceder a mi dulce debía bordear la tienda y someterme a un control de equipajes, porque la entrada estaba fuera. Me registraron la mochila: un libro de Bulgakóv (El maestro y margarita), un calzoncillo –por si acaso-, un ipod –inútil durante el vuelo a causa de un viejo parlanchín sentado a mi lado-, un paquete de condones –regalo furtivo de mi madre e intacto allí por mi desilusión ante la belleza prometida de las azafatas de Turkish Airlines-, las servilletas empapadas en zumo de tomate y, ¡sorpresa!, ¡mi tan añorado cepillo de dientes! Finalmente alcancé mi meta. Allí estaban expuestos esos manjares dulces, y ahora solo era preciso encontrar el más rico, pero sus nombres no me ayudaban: que si şekerpare, que si kalburabasma, que si dilber dudağı, que si vezir parmağı, que si hanım göbeği... Entre ellos, ningún polvorón, ni carmela, ni mazapán, ni rosco de vino, ni huesos de santo, pero como mi tripa me decía que espabilara, tomé la decisión de mi vida: dos de cada (total, eran a 50 céntimos). Luego, y después de horas de espera, el siguiente vuelo, del que poco puedo decir, pues lo pasé durmiendo.

El viaje

¡Quién ha dicho que desde arriba se ve todo mejor! ¡Pero si solo hay nubes! Hoy, desde lo alto, pienso en lo que me he dejado aquí y que seguramente necesitaré allí nada más llegar. Sí, olvidé mi cepillo de dientes, y creedme que no me soporto con el sarro de dos días. Y sigo pensando en lo que dejé, y por más que doy vueltas en mi cabeza no consigo recordar si metí en mi maleta la crema de almendras, ¡y con el frío que allí hace! ¡Pobrecitas mis manos! No, y ahora en serio, desde arriba no se ve mucho, pero se piensa mejor: serán seis meses sin perra (de la real y de la que vale), sin padres, sin hermanos, sin amigos, y sin mi cepillo de dientes, porque no lo traicionaré con otro, así se me fijen marmolillos más duros que los de Carrara. Ha pasado el carrito y he pedido un zumo de tomates, porque es lo que se pide en los aviones, y como no había macetas para tirarlo, he conseguido absorberlo con mis servilletas y la de mis compañeros. Pero el poco zumo que tomé tuvo tales efectos, que no pude soportarme a la humillación de esquivar a la azafata con el carrito en contra, de resbalar con el rotulador del niño de la 34c y de quitar de mi mente lo que habría hecho antes que yo ese señor obeso –por ser educado- en ese cuartito al que yo entraría y que calificaría como milagroso después de haberlo visto escapar.